Palabras del Decano de la Facultad de Ciencias de la Universidad de los Andes, a los graduados 2022-2

Quiero comenzar con un saludo especial para nuestros queridos graduandos y graduandas de los programas de maestría y doctorado de la Facultad de Ciencias, para las estimadas familias que nos acompañan y para todas las personas de nuestra comunidad que participan de este día de celebración. Me alegra muchísimo que estén con nosotros.

Desde que estoy en la Decanatura de Ciencias, hace ya casi dos años, esta es la primera ceremonia de graduación en la que podemos encontrarnos presencialmente, tranquilos, sin distanciamiento físico ni restricciones de aforo, sin el requerimiento de usar los tapabocas que no sólo nos protegían de eventuales contagios con ese virus que nos enredó la vida, sino que también escondían las caras de emoción y felicidad que hoy, día de celebrar logros, afortunadamente podemos ver.

Parece increíble que ya van a cumplirse tres años desde la aparición del COVID-19 como una enfermedad infecciosa emergente que se convirtió en una pandemia causante de un estado de emergencia global. Es probable que varios de ustedes en este tiempo hayan perdido seres queridos, su trabajo, su bienestar. Yo fui afortunado porque los golpes directos de la pandemia no me alcanzaron, pero, como todos, viví tiempos difíciles. Los primeros meses, esa época de cuarentena, estuvieron llenos de miedo, incertidumbre, ansiedad, desesperanza. Y recuerdo que, para lidiar con la amalgama de emociones de los tiempos duros del confinamiento busqué entender, desde la ciencia, qué nos estaba pasando y cómo sería el eventual camino de salida de la crisis. Pero la información científica era muy escasa y, la que se producía, a pasos rápidos, difícil de procesar. Luché con dificultad por discernir entre hechos y opiniones, entre modelos bien informados y simples ejercicios de adivinación. Los resultados de esa tarea de intentar estar bien dateado, de buscar usar mi formación como científico para navegar esos tiempos inciertos, eran frustrantes.

En medio del caos, me encontré con el trabajo de un periodista científico, el británico Ed Yong, que se convirtió en un faro que iluminó mi entendimiento. Lo hizo con una serie de artículos largos en la revista The Atlantic, que combinaban de forma admirable el rigor científico, la reportería y la interpretación de la evidencia con un juicioso balance entre el optimismo y el realismo, integrando análisis de los contextos sociales y políticos del momento. Entre otros temas, Yong anticipó el curso que seguiría la pandemia, señaló los complejos desafíos que un país como Estados Unidos enfrentaba, iluminó los fracasos de las políticas públicas de algunos gobiernos y, por encima de todo, brindó un contexto claro y accesible sobre los retos científicos y sociales que enfrentábamos como humanidad. Ese esfuerzo de comunicación de Yong no fue útil sólo para unos pocos; su trabajo divulgativo, que a hoy incluye más de 50 artículos de prensa, fue reconocido en 2021 con un premio Pulitzer que destacó su capacidad de iluminar un asunto significativo y complejo demostrando un dominio profundo del tema, con una escritura lúcida y claridad en la presentación.

Hace poco me encontré con una nueva pieza impecable y profunda, en la intersección entre el periodismo científico y el ensayo, con la que Ed Yong se despidió por un tiempo de nosotros, sus lectores. Hace unas semanas, un hilo en Twitter me alertó sobre el hecho de que Yong, abrumado por el trabajo desgastante que hizo reportando e interpretando la ciencia sobre la pandemia, se declaró roto –deeply broken, dijo– e informó que había decidido tomarse un período sabático para descansar y dedicar atención al cuidado de su salud mental. También en The Atlantic, Yong recordó que en 2018, antes de todo esto, había escrito un artículo en el que señalaba que Estados Unidos no estaba preparado para una pandemia. En septiembre de 2022, opinó lo mismo. Su artículo de despedida temporal describió cómo, usando el ejemplo de ese país, pareciera que en estos casi tres años de batallar contra el COVID, en muchos sentidos no aprendimos nada.

Su tesis era que Estados Unidos continuará sufriendo del embate de las pandemias no por incapacidad de sus científicos sino porque muchos de los valores de su sociedad son incompatibles con la tarea de derrotar a un virus. En países como ese, dijo Yong, se ha favorecido una forma de individualismo que prioriza la libertad individual y valora la autodeterminación. Señaló que en ese entorno, las personas son responsables de su bienestar, la fortaleza física se equipara con la fortaleza moral, la vulnerabilidad social emerge de la debilidad personal y no del fracaso de las políticas públicas, y las directrices o simples consejos de los gobiernos no son bienvenidos por las personas.

En ese artículo me llamó la atención el argumento de Yong de que la dificultad de lidiar con pandemias en países como Estados Unidos no obedece a incapacidad de su infraestructura científica, sino que refleja cómo la ciencia y la tecnología se insertan en el tejido social. Por ejemplo, señaló Yong que en el discurso actual del presidente Biden se enfatiza que, con las vacunas y antivirales, el país tiene las herramientas –los productos entregados por la ciencia– para controlar la pandemia. Pero alertó que, si bien esas herramientas son efectivas, su eficacia siempre será limitada si las personas no tienen acceso a ellas o no las quieren emplear, y si los gobiernos no crean políticas que cambien esas dinámicas.

Para ilustrar el contexto de su tesis, Yong señaló –y acá me permito traducir un aparte de su escrito– lo siguiente:

“En la parte final del siglo 19, muchos académicos comprendieron que las epidemias eran problemas sociales, cuya expansión y número de víctimas son influenciadas por la pobreza, la desigualdad, las aglomeraciones, las condiciones peligrosas de trabajo, las medidas pobres de sanidad y la negligencia política. Pero tras el desarrollo de la teoría que señala que las enfermedades son causadas por gérmenes transmisibles –los microbiólogos acá recordarán a Pasteur–, este modelo social fue reemplazado por uno biomédico y militarista, uno en el cual las enfermedades son simplemente batallas entre hospederos y patógenos o parásitos que luchan en los cuerpos de seres humanos individuales. Este paradigma, covenientemente, les permitió a las personas ignorar el contexto social de las enfermedades. En lugar de atacar problemas sociales intratables, los científicos se enfocaron en luchar contra enemigos microscópicos con drogas, vacunas y otros productos de la investigación científica, un enfoque que se acomodó fácilmente con la fijación permanente de los americanos en la tecnología como una panacea”.

Cuando leí ese texto, vino a mi mente un libro que conocí hace más de 20 años y que estuve volviendo a mirar hace poco por razones que en un momento se harán evidentes. El libro se llama El Biólogo Dialéctico. Es una colección de ensayos de dos referentes de la biología evolutiva, la disciplina en la que yo investigo y enseño, que más que un trabajo puramente científico, es un manifiesto político. Me voy a permitir referirme a unos apartes de la introducción de ese libro, en donde Richard Levins y su tocayo Richard Lewontin dijeron lo siguiente sobre la ciencia, sobre ese campo del conocimiento en el cual todos ustedes, graduandos, están haciendo progresos importantes que hoy reconocemos y celebramos. La traducción, imperfecta, es mía:

“Cuando la gente habla de ciencia, se refiere a cosas diferentes. Podría referirse al método de la ciencia, el experimento controlado, la lógica análitica, como cuando se dice que algo puede ser demostrado científicamente. O podría referirse a la institución social de la ciencia: los profesores, las universidades, las revistas científicas y las sociedades en las que las personas se organizan para emplear el método científico y producir los hechos científicos, como cuando se dice que alguien construye una carrera en la ciencia. Nadie argumentaría que la ciencia como institución no es influenciada por fenómenos sociales como el racismo o por la estructura social de las recompensas y los incentivos. Muchas personas admitirían ahora –escribían Levins & Lewontin en los 80s– que la problemática de la ciencia, cuáles preguntas se cree que vale la pena hacerse y qué grado de prioridad se les dará, están fuertemente influenciadas por factores sociales y económicos. Y todo el mundo está de acuerdo en que los hallazgos de la ciencia, los hechos, pueden tener un efecto profundo en la sociedad, como lo ha ejemplificado de la mejor forma la bomba atómica”.

“Pero nada provoca más hostilidad entre los intelectuales como la sugerencia de que las fuerzas sociales influencian o incluso dictan ya sea el método científico o los hechos y las teorías de la ciencia. El análisis cartesiano de la ciencia aliena a la ciencia de la sociedad convirtiendo a los hechos y métodos científicos en asuntos “objetivos”, fuera de cualquier influencia social. Nuestra visión es diferente. Creemos que la ciencia, en todos sus sentidos, es un proceso social que tanto causa como es causado por la organización social. Hacer ciencia es ser un actor social que está involucrado, quiéralo o no, en actividad política. La negación de la interpenetración de lo científico y lo social es, en sí misma, una acción política, que apoya a las estructuras sociales que se esconden detrás de la objetividad científica para perpetuar la dependencia, la explotación, el racismo, el elitismo, el colonialismo.”

Y acá viene el aparte del texto de Levins & Lewontin que me hizo recordar el artículo de Ed Yong sobre el presente y futuro de las pandemias:

Por supuesto que la velocidad de la luz es la misma bajo el socialismo y el capitalismo, y la manzana que se dijo que cayó sobre el Maestro de la Casa de la Moneda en 1664 –se referían acá a Isaac Newton– habría golpeado a su sucesor del partido laborista 300 años más tarde con igual fuerza. Pero aducir que la causa de la tuberculosis es un bacilo o más bien la explotación social de los trabajadores, que la tasa de muerte por cáncer se reduce de la mejor forma estudiando los oncogenes o tomando control de las fábricas – esas cuestiones sólo pueden resolverse de forma objetiva en el marco de ciertas suposiciones sociopolíticas.”

¿Por qué pasé a hablar sobre un libro de biólogos marxistas en una ceremonia de grado de maestros y doctores en varias disciplinas de la Facultad de Ciencias de UniAndes? En pocas palabras, porque mi mensaje para ustedes hoy es una invitación a que reflexionen sobre su papel, desde su formación científica, como actores políticos, en el sentido amplio, particularmente en un país como Colombia. Quizás algunos no se han visto nunca como agentes de la política, pero para ilustrar a dónde busco llegar en unos minutos que espero no se alarguen mucho, déjenme comenzar por leerles un texto que probablemente varios ya conocen:

“La ciencia y la tecnología hegemónica han hecho mucho daño a la naturaleza y las sociedades en cuanto han propiciado relaciones de dominación de los cuerpos y territorios a través de dispositivos tecnológicos, de ordenamiento espacial y de conocimiento que han diseñado, facilitado, agenciado y no evitado la explotación de la naturaleza. Esto ha intensificado la crisis ecológica, climática y alimentaria global, y sometido a las comunidades locales a violentos despojos que han afectado la salud humana y el bienestar más que humano. La ciencia es siempre parte de un modelo socio político, por lo que la ciencia hegemónica en las sociedades capitalistas reproduce y apuntala el sistema de dominación, operando desde esa lógica.”

Este texto, para los que no lo saben, es parte del preámbulo de un documento que tiene el siguiente título rimbombante: Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación para el Buen Vivir, el Vivir Sabroso y el Ejercicio Efectivo de una Democracia Multicolor. Wow.  ¿Quién escribió esto? Los dos primeros autores del texto son la hoy Ministra de Minas y Energía Irene Vélez y Juan Camilo Cárdenas, un profesor de esta universidad a quien conozco bien como uno de los mejores ciudadanos de esta comunidad. Muchos de ustedes saben que, una vez ese documento se filtró, pues no pretendía ser público ni tampoco un borrador sobre una eventual política nacional de ciencia y tecnología para el gobierno de Gustavo Petro sino unas reflexiones internas de trabajo de la campaña del Pacto Histórico, estalló en el país un debate muy interesante. Si bien el documento fue polémico y era claramente problemático en varios de sus apartes, para mi condujo a efectos positivos inesperados: abrió una conversación seria y profunda en Colombia sobre la ciencia que necesitamos y sobre cuáles deberían ser las directrices sobre ciencia y tecnología del nuevo gobierno. La discusión estaba en los medios, en las redes, en la calle. Yo no había percibido algo así antes.

Por supuesto, esta discusión llegó a nuestra universidad, y hoy quiero contarles que llevamos varios meses pensando sobre la política de la ciencia y cerrar señalando algunas cosas que he aprendido del ejercicio en el que hemos estado inmersos. Junto con la Facultad de Ciencias Sociales y la Vicerrectoría de Investigación y Creación, desde la Facultad de Ciencias hemos venido propiciando espacios de conversación en los que hemos charlado pausadamente, escuchando diferentes visiones, sobre cuál debe ser la política de ciencia y tecnología del nuevo país que quiere construirse, sobre el papel del diálogo entre los científicos y los saberes ancestrales y tradicionales en la co-construcción del conocimiento y la apropiación social de la ciencia, y sobre las limitaciones en el avance científico que implica tener una representación limitada de personas, particularmente cuando las mujeres han sido excluidas estructuralmente de la conversación y el quehacer científico en varias áreas del conocimiento.

Pronto hablaremos, además, de los retos para Colombia al diseñar una política de ciencia y tecnología que atienda no sólo la necesidad de garantizar la seguridad alimentaria de sus ciudadanos sino de abordar el asunto más amplio de la soberanía alimentaria, con lo que implica en términos de justicia ambiental y social. En estas conversaciones han participado matemáticos, físicos, biólogos y microbiólogos, químicos y geocientíficos, pero también médicos, ingenieros, economistas, filósofos, antropólogos, historiadores, entre otros. Esperamos cerrar nuestro semestre de reflexión en unas semanas con un evento en el que discutamos sobre lo que hemos construido con el alto gobierno, acercando a nuestra comunidad no sólo al ministerio de Ciencias, sino a los de Ambiente, Minas y Energía, y Agricultura, porque en los asuntos que competen a todas esas áreas del Estado las ciencias tienen mucho por aportar.

Quiero decirles que en estos diálogos yo he aprendido algo de ciencia, pero he aprendido mucho más de la conversación más amplia. Por ejemplo, una profesora de filosofía nos explicó qué es el concepto de justicia epistémica y reflexionamos sobre por qué es pertinente para las discusiones sobre política pública en un momento en que el país diseña hojas de ruta para la ciencia y tecnología que atiendan las necesidades de los colombianos y las colombianas. Los historiadores y antropólogos, incluyendo algunos representantes de comunidades indígenas, nos han iluminado sobre el papel central que siempre ha tenido el diálogo intercultural para el desarrollo de la ciencia “objetiva” occidental que tanto defendemos hoy y de la pertinencia de dicho diálogo para el avance de la sociedad. Científicas sociales con visiones feministas nos han incomodado y nos han hecho abrir los ojos para apreciar lo que ha implicado la exclusión sistemática de una parte considerable de la población del sistema de la ciencia no sólo en términos de la injusticia ética que representa en términos de la perpetuación de la inequidad sino, en lo estrictamente científico, de tener un espectro limitado de miradas sobre problemas de investigación fundamentales.

Aprendí, por ejemplo, que el estereotipo que está en el imaginario colectivo de que la persona típica que sufre un infarto es un hombre cuarentón o cincuentón con sobrepeso y malos hábitos no se compadece con el hecho de que la enfermedad cardiovascular es también una causa predominante de mortalidad en mujeres jóvenes, y que las manifestaciones típicas de un infarto, como el dolor en el brazo, no aplican a más de la mitad de la población, pues éstas no ocurren en las mujeres. Esto sólo se hizo evidente hace pocos años cuando las mujeres empezaron a ser sujetos centrales de investigación biomédica, particularmente por parte de investigadoras mujeres que notaron que algo estaba mal con el foco en el estudio de hombres, por parte de hombres. Entonces, ojo, mujeres, si algún día les aparece un dolor inexplicable en la mandíbula: puede ser una señal de alerta sobre su corazón.

Como decano de una facultad de ciencias, entiendo que uno de mis principales roles en la academia y la sociedad es proteger el trabajo y defender la importancia de los científicos, de lo que esencialmente somos. Por eso, en una diversidad de espacios he sido enfático sobre el valor esencial de la investigación fundamental, de aquella movida simple y genuinamente por la curiosidad. He intentado que las personas entiendan que, sin lo que muchas veces se llama ciencia básica, no puede haber ciencia aplicada. Volviendo al asunto de la pandemia del COVID y así esperando que vean algo de coherencia en este discurso que ya se hizo muy extenso, si esta universidad no hubiera hecho inversiones en capital humano e infraestructura para hacer la mejor ciencia básica, no hubiéramos podido responder como lo hicimos al desafío de la pandemia poniendo nuestras fortalezas en áreas como la biología molecular, la genómica y la modelación matemática y computacional al servicio de la sociedad colombiana y global. Pero también tengo la responsabilidad de resaltar que, de nada hubieran servido esas capacidades, si varios miembros de nuestra comunidad no hubieran comprendido la necesidad de salir de su zona de confort para atender la crisis. De salir a la política, en el sentido amplio. Y debo señalar también que estoy convencido que, desde nuestra formación como científicos, podemos dialogar mejor con otras áreas y podemos hacer más.

Redondeando mi reflexión, que espero pueda llamar la atención de ustedes hoy, cuando salen a emprender nuevos caminos como científicos y científicas que sin duda estarán llenos de éxito, cierro con un consejo si me lo permiten. Sean buenos científicos, sea contribuyendo al avance fundamental en sus disciplinas como las matemáticas, la física, la química o las ciencias biológicas, o usando su conocimiento para convertirse en emprendedores en áreas de ciencia y tecnología si eso es lo que quieren. Pero, por favor, reflexionen siempre sobre su impacto en distintas comunidades de personas y ojalá sientan la inclinación, en el sentido que lo abordaron Levins y Lewontin, para ser agentes políticos. Como lo señaló Ed Yong en su análisis de la pandemia, las herramientas de la ciencia poco servirán para el bienestar global si no avanzamos hacia sociedades más justas y verdaderamente incluyentes. Los desafíos centrales de Colombia en este momento de cambio, así como los retos de la humanidad para resolver las crisis de la sostenibilidad, el cambio climático y la conservación del planeta necesitan a la ciencia y los necesitan a ustedes, con la formación que hoy se llevan, como agentes impulsores de cambio positivo. ¡Felicitaciones para todos y todas, y muchos éxitos en su camino!

Daniel Cadena
Decano
Facultad de Ciencias