Reconstruyendo la Historia Natural en Colombia

Laura Forero - Revista hipÓtesis.

 

 

           Todos terminamos olvidando. Muchos recuerdos se disuelven más rápido que un algodón de azúcar en agua. Otros sólo se van deformando con el pasar del tiempo. Por eso tenemos una obsesión por coleccionar souvenirs materiales que nos vinculen con el pasado: para que nos refresquen la memoria y nos den acceso a eventos donde no estuvimos presentes. Esta fijación no es gratis, pues olvidar suscita miedo porque no queremos dejar ir cierta información o recuerdos. Pero también porque puede ser inconveniente y peligroso. Si, por ejemplo, no recordamos nuestros errores o los errores de otros, ¿cómo vamos a evitar repetirlos? ¿Cómo vamos a mejorar o hacer reparaciones? ¿Cómo podremos entender el presente y lo que aquí ocurre sin visitar el pasado? 

           El afán de recordar nos ha llevado a construir repositorios enteros con vínculos al pasado. Uno de los primeros ejemplos que se nos puede venir a la cabeza son los museos: museos de arte, de civilizaciones antiguas, militares y, desde luego, museos de historia natural. En esta ocasión, precisamente, hablamos con Andrew J. Crawford, doctor en Biología Evolutiva y director del Museo de Historia Natural C. J. Marinkelle de la Universidad de los Andes (Bogotá), acerca de la importancia de estos repositorios.  

 

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           El cuarto está lleno de estanterías móviles llamadas ‘compactadores’. Hay un zumbido constante, grueso, de baja frecuencia, producido por una máquina que ayuda a controlar los niveles de humedad. Los bombillos emiten una luz fría que ilumina unas mesas de fórmica blanca en el centro del recinto. Unas ventanas completamente selladas dan a unos árboles que bordean el edificio. Hoy el lugar está vacío, pero otros días concentra mucha actividad. Normalmente hay estudiantes de Ciencias Biológicas alrededor de una de las mesas, observando pieles de aves, fijando insectos con alfileres o inspeccionando cráneos de murciélagos. También es común encontrarse con los curadores asistentes dando clase con los especímenes en mano o revisando que las colecciones en los compactadores estén en orden. Los técnicos y analistas del museo suelen estar en sus escritorios, administrando bases de datos, gestionando inspecciones de entidades gubernamentales, inventariando, entre otras cosas.  

           Ya han pasado 200 años desde que se fundó el primer museo de historia natural en Colombia. En 1823 se expidió el decreto que no sólo autorizaba la creación de un recinto para albergar colecciones biológicas (y otros objetos históricos y obras de arte), sino que dictaminaba que este lugar también debía ser un espacio de aprendizaje, que brindase “cátedras de enseñanza dentro del museo”, entre otras actividades. El propósito de este museo sería el de propiciar la investigación científica, entendida como una práctica fundamental para el desarrollo de la emergente nación (Rodríguez 90). A pesar de la distancia temporal, los museos de historia natural continúan siendo importantes centros de aprendizaje e investigación.  

 

           El Museo de Historia Natural C. J. Marinkelle alberga 11 colecciones biológicas, es decir, colecciones de ejemplares de aves, anfibios, bacterias, hongos, invertebrados, insectos, mamíferos, plantas, y otros organismos más. Aquí no reposan vestigios de seres vivos, sino organismos que nos cuentan historias sobre puntos particulares de un tiempo y espacio. Cada uno de los casi 55,000 ejemplares en este museo tiene una etiqueta con un código. La información sobre cada ejemplar está en una base de datos: se tiene documentado en qué fecha y en qué sitio fue colectado, quién lo preparó y mucho más. Sin estos datos los ejemplares pierden su valor científico y no nos pueden contar historia alguna. 

           “Los museos de historia natural tienen el propósito de documentar la biodiversidad. (…) Para hacerlo, necesitamos un voucher, un ejemplar, que se debe depositar en un lugar de referencia, en una colección”, explica Crawford mientras entramos al museo. Las colecciones aprobadas por Minambiente y la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales deben estar registradas en el sistema del Humboldt, el Registro Nacional de Colecciones (RNC).  

           Además de ser el director del museo, Crawford es profesor de Ciencias Biológicas en la misma universidad y es un investigador muy activo: ha colaborado en la descripción de especies nuevas de ranas y hace parte de proyectos genómicos como Vertebrate Genomes Project y Earth BioGenome Project. Estudió su pregrado en UC Berkeley y, desde entonces, ha tenido afiliaciones a colecciones biológicas como la del Field Museum, Smithsonian, el Museo de Zoología en Costa Rica y el STRI de Panamá. Estas relaciones demuestran que los museos no operan de manera aislada, sino que forman una red colaborativa y están en comunicación constante. 

 

Crawford tomando algunos frascos de los compactadores.

 

           Poco después de entrar, Crawford gira una de las manijas giratorias de los compactadores. Parece un timón gigante. Ante nosotros se abren unas estanterías con recipientes de vidrio transparente. Él se sube a una escalera y toma tres frascos de la parte más alta. Los frascos son similares a los que se ven en supermercados, llenos de aceitunas u otras conservas. Pero estos que tiene el director tienen algo muy distinto adentro: anfibios preservados. Estos animales están inmersos en etanol, un líquido que permite preservar los especímenes y asegurar que duren mucho tiempo –idealmente, para siempre. Para garantizar que así sea, los curadores del museo están constantemente verificando que las condiciones del lugar sean propicias: que no haya mucha humedad, que los recipientes estén herméticamente sellados, que los especímenes estén bien clasificados, etc… 

           “Lastimosamente, la mejor fijación es formol, pero es muy malo para el ADN. Mucha de la gente [que trabaja] con anfibios y reptiles tomamos un pedazo de tejido, lo separamos, para que el ADN se guarde aparte”, dice Crawford, “No sólo está esta colección, con frasquitos y ejemplares enteros, también hay una colección de tejidos en un congelador de -80ºC. El tejido puede ser un pedazo de músculo y/o un pedazo del hígado”. 

           Pero, ¿para qué tener organismos y tejidos preservados para siempre? 

 

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           “Cada ejemplar es un snapshot (foto instantánea)”, dice el director, mientras, de uno de los frascos, saca un sapo del tamaño de una fresa. Lo coloca en una bandeja metálica y, encima, le vierte etanol para evitar que el cuerpo del animal se deshidrate. Lo que vemos es un espécimen de Atelopus muisca, colectado en la década de los 80’s en el Parque Nacional Natural Chingaza. “De esta especie, desde aproximadamente 1980, sólo se han visto uno o dos en 50 años. Podría [estar] ya extinto. Tenemos esperanzas de que puedan volver a Chingaza, pero muchas otras especies no han vuelto”. 

           Esta criatura no sólo está alojada en la memoria de quienes alguna vez la vieron en su hábitat, viva, sino también en este museo. Pero tener este ejemplar no sólo representa un testamento a su existencia; también es un vínculo al pasado que contiene información de la que no nos percatamos antes. 

           Mientras sigue mostrando el sapito A. muisca, Crawford se corrige. Dice que, realmente, no se trata de un snapshot o una fotografía en 3D, sino de algo mucho mejor. “Dentro del ejemplar hay información inesperada… Y mucha”. Entre la información que se puede rescatar de los organismos en las colecciones biológicas está la concerniente a los patógenos que pueden afectar a ciertas especies. “Todo el mundo sabe súper bien, con el COVID, cuál es la importancia de documentar virus”.  

           “Es muy probable que [los Atelopus muisca] hayan desaparecido por un hongo quítrido”, afirma Crawford. El hongo del que habla es conocido como Bd –Batrachochytrium dendrobatidis. Este es un patógeno que parece sacado de una película de ciencia ficción por las afectaciones tétricas que produce a varios anfibios. Animales como los sapos y ranas toman agua a través de la piel en su vientre. El Bd desarrolla sus estructuras en esta zona, le impide al anfibio beber y lo puede matar de un infarto derivado de la sed después de días de agonía. 

 

Espécimen de A. Muisca en la colección del Museo de Historia Natural C. J. Marinkelle.

  

           A partir de muestras tomadas de animales en colecciones biológicas se ha podido trazar el patrón de expansión del Bd en la región latinoamericana. “En los 80’s y 90’s vieron que desaparecían ranas en varios lugares”, explica el director. En estos tiempos se revisaron ejemplares colectados en distintos sitios y años y verificaron si tenían el hongo. Los ejemplares de un cierto año para atrás no lo tenían en lo absoluto. A partir de este estudio con especímenes se pudo identificar, puntualmente, el momento en que apareció el hongo en distintas poblaciones de anfibios en la región. “Pudimos decir, ‘mire: llegó, por ejemplo, a Quito en el año 88 y el resto de Ecuador es negativo. Colombia también negativo. Pero cada año aparece más lejos de Quito’. De ahí reconstruimos la historia. Al final de los 90’s ya estaba por todo Perú”. 

           Las colecciones biológicas cumplieron una función similar en otra investigación en la que recientemente participó Crawford, junto a otros investigadores como la doctora Vicky Flechas, del Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt, en Bogotá. Ellos documentaron por primera vez en Colombia un virus que afecta a los anfibios, llamado Ranavirus (Rv). Este virus es portado por la rana toro (Lithobates catesbeianus), una especie originaria de Norteamérica e invasora aquí en Colombia. Se sospechaba, desde hace un tiempo, que el Rv podía estar en el país, dada la presencia de la rana toro, pero no se había confirmado, hasta ahora. Luego de analizar varias muestras de hígado de anfibios de diferentes especies que se encontraban en bancos de tejidos, se pudo comprobar que había Rv en ejemplares de hasta el 2015, si no antes. 

           Los tejidos que utilizaron para el estudio estaban en colecciones biológicas de varios museos de historia natural. En Colombia hay más de 200 colecciones biológicas registradas ante el RNC alojadas en 61 ubicaciones distintas, normalmente en centros científicos e instituciones, como el Instituto de Ciencias Naturales (ICN) de la Universidad Nacional o el INVEMAR. 

           De esta forma, los museos de historia natural operan como ventanas al pasado. Los ejemplares que allí se encuentran nos pueden contar historias y nos permiten no sólo recordar, sino también reconstruir la historia de eventos que antes ignorábamos. Hacer memoria nos da la posibilidad de entender los fenómenos que ocurren en el presente e, incluso, prepararnos para para lo que pueda ocurrir en el futuro. 

 

 

Obras citadas 

RODRÍGUEZ PRADA, María. "INVESTIGACIÓN Y MUSEO: MUSEO DE HISTORIA NATURAL DE COLOMBIA 1822-1830". Repositorio Institucional - Pontificia Universidad Javeriana. Pontificia Universidad Javeriana. 2010. Web. 27 feb 2023 <http://hdl.handle.net/10554/24669>