¿Qué tan cerca estamos de una guerra nuclear?

Por: Juan Carlos Sanabria

En los últimos años, varios de aquellos que se han atrevido a escribir novelas de ciencia ficción sobre una Tercera Guerra Mundial han vaticinado su inicio en algún lugar del Mar del Sur de China, como resultado de la disputa entre las dos grandes superpotencias del siglo XXI: Estados Unidos y China. Pero, nuevamente, el riesgo de una guerra global y nuclear se cierne sobre Europa, esta vez, por cuenta de la invasión rusa a Ucrania.

En medio de este catastrófico pronóstico, quizás, la forma más sensata de responder a la pregunta sobre qué tan factible o qué tan cerca estamos de una guerra nuclear sería diciendo que estamos cerca, aunque, en realidad, desde 1945, siempre lo hemos estado. Sin embargo, desde el otoño de 1983 no habíamos vivido una situación en la cual los líderes de las grandes potencias se amenazaran entre sí con armas nucleares.

Desde febrero de 2022, con la invasión de Ucrania por parte del ejército de Rusia, no es difícil vislumbrar un escenario que conduzca al uso de armas nucleares. El conflicto en Ucrania se ha convertido en una nueva «guerra sustituta» de la confrontación entre Rusia y la OTAN —la alianza militar entre Estados Unidos y los países de Europa—.

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Los dos bandos cuentan con gigantescos arsenales nucleares. Si este conflicto se extiende a Polonia o a los países bálticos —Lituania, Letonia y Estonia—, que son miembros de la OTAN, los demás países pertenecientes a la alianza tendrían que intervenir en su defensa. Cualquier combate, ya sea terrestre, aéreo o naval, entre fuerzas de Rusia y fuerzas de la OTAN, podría llevar al uso de armas nucleares tácticas —bombas atómicas de baja potencia diseñadas para el campo de batalla—.

A partir de ese momento la situación podría conducir al uso de armas nucleares de mayor potencia y rango: el holocausto nuclear al que tanto temimos desde la década de 1950, pero que, a partir de 1990, habíamos olvidado. Sin embargo, si se repite la historia de la Guerra Fría, llegado el momento de la verdad, los líderes de las naciones en contienda se van a abstener de usar estas armas, al contemplar las consecuencias apocalípticas que ello acarrearía… pero podrían no hacerlo. Este es el riesgo que corremos, y la razón por la cual la OTAN no interviene en forma directa en Ucrania.

A continuación, un repaso por los puntos clave para comprender un eventual escenario de guerra nuclear.

Arsenales nucleares

Los arsenales de las potencias nucleares continúan siendo gigantescos. Se estima que Rusia cuenta con unas 6.500 armas nucleares, Estados Unidos con alrededor de 6.200, Francia, 300, China, 290; Reino Unido, 200; Pakistán, 150; India, 140; Israel, 90 y, Corea del Norte, unas 20 armas de este tipo.

En total, son unas catorce mil bombas, la gran mayoría con una potencia explosiva superior a la de las bombas atómicas que fueron detonadas en Hiroshima y Nagasaki al final de la Segunda Guerra Mundial; muchas de ellas de cien a quinientas veces más poderosas.

Durante la Guerra Fría, los planes estratégicos que diseñaron las grandes potencias para una posible confrontación nuclear incluían la detonación de centenares de estas bombas en un lapso de pocas horas. Todo indica que los planes estratégicos actuales no son muy diferentes. Ante estas cifras, el uso de palabras como «holocausto» y «apocalipsis» no es exagerado; por el contrario, es apenas adecuado.

Las bombas nucleares se dividen en dos tipos: las bombas atómicas y las bombas termonucleares. En realidad, ambos tipos de bombas son nucleares, dado que la energía que liberan emerge del interior de los núcleos atómicos. El nombre «bomba atómica» fue usado durante la Segunda Guerra Mundial para referirse a bombas de fisión, ya sea de uranio o de plutonio.

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En estas bombas, los neutrones, al incidir sobre los núcleos de uranio o de plutonio, los hacen fisionar (partirse en dos pedazos) y liberar nuevos neutrones, lo cual desata un proceso exponencial de fisión nuclear en masa, acompañado por la emisión de enormes cantidades de energía: una «explosión atómica». La potencia de este tipo de bombas fue suficiente para destruir dos ciudades en Japón. La bomba de Hiroshima, que era una bomba de uranio, explotó con una potencia de 15 kilotones (la misma potencia de quince mil toneladas de TNT).

Por su parte, la bomba de Nagasaki, que era una bomba de plutonio, explotó con una potencia de 21 kilotones. Este tipo de bombas puede llegar a liberar hasta centenares de kilotones, aunque en los diseños típicos, no pasan de los 50 kilotones.

La siguiente generación de armas nucleares está compuesta por bombas termonucleares, que fueron desarrolladas, en la década de 1950, en Estados Unidos y en la Unión Soviética. En este tipo de bombas, la energía liberada proviene de la fusión de isótopos del hidrógeno: deuterio y tritio.

Pero para que estos isótopos se fusionen se requiere crear, alrededor de ellos, un ambiente con millones de grados centígrados de temperatura y millones de atmósferas de presión. La única forma de generar este ambiente, que es similar al que impera en el centro del Sol, es hacer explotar una bomba de fisión, contigua a una cápsula que contiene deuterio y tritio: una bomba de dos etapas.

En la primera etapa, se usa una bomba de fisión de plutonio de unos 50 kilotones (el dispositivo primario). En la segunda etapa, se usa una cápsula con deuterato de litio (el dispositivo secundario). El deuterato de litio es un compuesto químico sólido que, al exponerse a los neutrones de la bomba de plutonio, libera deuterio y tritio, los dos isótopos del hidrógeno que se requieren.

La alta temperatura y presión producida por la explosión del dispositivo primario, desata la fusión del deuterio y del tritio. La cantidad de energía que libera el dispositivo secundario depende de la cantidad de deuterato de litio que se use, y puede llegar hasta megatones (miles de veces la energía de las bombas de Hiroshima y Nagasaki).

Estas bombas no son muy grandes: caben en aviones o en cabezas de misiles. Las armas nucleares de baja potencia suelen ser bombas de plutonio (armas tácticas) y las armas nucleares de alta potencia son bombas termonucleares con deuterato de litio (armas estratégicas).

El término «táctico» hace referencia a armas diseñadas para ganar batallas y el término «estratégico» hace referencia a armas diseñadas para ganar guerras. En realidad, en el caso nuclear, ambos tipos de armas están diseñadas para desatar una conflagración donde cientos de millones, o miles de millones de personas pueden morir.

Pero, en asuntos de armas nucleares, no solo se trata de las bombas, sino también de cómo hacerlas detonar sobre territorio enemigo. En la Segunda Guerra Mundial, las bombas atómicas estadounidenses fueron transportadas hasta Japón por los bombarderos B29 Superfortaleza Volante.

A partir de 1949, cuando la Unión Soviética logró detonar su primera bomba atómica, las dos superpotencias comenzaron a desarrollar poderosos bombarderos de gran autonomía, especialmente diseñados para transportar armas nucleares desde un continente hasta el otro: los bombarderos estratégicos.

Para finales de la década de 1950, estos aviones fueron reemplazados, en su gran mayoría, por misiles —descendientes de las bombas V1 y V2 que Werner von Braun y Walther Thiel construyeron en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial—. Para ese momento, los diseñadores de bombas termonucleares ya habían logrado hacerlas suficientemente pequeñas y ligeras como para instalarlas en las cabezas de estos misiles.

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La ventaja de un misil es que es mucho más difícil de interceptar y de derribar que un avión, en especial si es un misil balístico, es decir, un misil que rápidamente se eleva cientos de kilómetros y sale de la atmósfera. Al alcanzar su altura máxima, la cabeza del misil —que es la que transporta la bomba— se desprende de este e inicia su trayectoria balística de regreso a la Tierra: una caída libre que, a partir de ese momento, solo obedece a la ley de la Gravitación Universal.

Pero, al reingresar en la atmósfera, la bomba puede incinerarse debido a la fricción con el aire. Entonces, ella debe estar instalada al interior de un vehículo de reingreso similar al que usan los astronautas en su viaje de vuelta. En la década de 1960, los programas aeroespaciales fueron presentados al público como proyectos altruistas con el objetivo de «explorar nuevos mundos», aunque, en realidad, tenían mucho que ver con mejorar el diseño de los misiles y los vehículos de reingreso, para así asegurarse que el «valioso cargamento termonuclear» regresara intacto al planeta para caer, con gran precisión, sobre el «enemigo». Entonces, la tecnología aeroespacial se podía usar para descubrir nuevos mundos, al mismo tiempo que se usaba con el propósito de destruir el nuestro… parece tener sentido.

En 1957, los soviéticos pusieron en servicio el primer misil balístico intercontinental (ICBM, Inter-Continental Ballistic Missile, en inglés), el Semyorka, con el cual pudieron poner en órbita el primer satélite artificial, el Sputnik. A partir de ese momento, se desencadenó una nueva carrera armamentista: la carrera por diseñar misiles de todo tipo para dotarlos con cabezas nucleares. Durante las décadas de 1960 y 1970, esta tecnología alcanzó un nivel de sofisticación sorprendente, pero con resultados ruinosos para las economías de los países que la desarrollaron.

Los misiles nucleares suelen clasificarse a partir de su rango o autonomía, es decir, de la distancia que pueden recorrer antes de alcanzar su blanco. Existen misiles de largo rango o intercontinentales, —los ICBM— con una autonomía de más de 5.500 km; los misiles balísticos de rango intermedio (IRBM, Intermediate Range Ballistic Missile), con una autonomía de 3.000 km a 5.500 km; los misiles balísticos de medio rango (MRBM, Medium Range Ballistic Missiles), con una autonomía de 1.000 km a 3.000 km; y los misiles balísticos de corto rango (SRBM, Short Range Ballistic Missile), con una autonomía menor a 1.000 km. El rango de los misiles, a su vez, está relacionado con diferentes aplicaciones militares.

Los ICBM fueron diseñados para librar la batalla final entre las grandes superpotencias, ya que cada una de ellas se encontraba en un continente diferente: Estados Unidos, la Unión Soviética y China. Los ICBM transportan cabezas nucleares de la máxima potencia: varios megatones. Los IRBM y los MRBM fueron diseñados para la batalla en Europa entre las fuerzas de la OTAN y las del Pacto de Varsovia —la alianza militar entre la Unión Soviética y los países de Europa Oriental—.

Estos misiles transportan bombas de una potencia menor, cientos de kilotones, pero son mucho más ágiles: se pueden disparar en pocos minutos y viajan a muy altas velocidades, para así sorprender al enemigo y aniquilarlo. Por su parte, los misiles SRBM suelen estar dotados con bombas tácticas, diseñadas para destruir ejércitos enemigos que están avanzando, flotas navales o instalaciones militares.

Pero hay mucho más. En la década de 1950, también se pusieron en servicio submarinos nucleares. Estos submarinos son energizados por reactores nucleares, lo cual les permite patrullar sigilosamente por los océanos del mundo durante muchos meses, sin nunca emerger ni regresar a puerto. A comienzos de la década de 1960, estos submarinos fueron dotados con misiles nucleares. Muy pronto se diseñaron misiles que podían lanzarse con el submarino sumergido: SLBM (Submarine-Launched Ballistic Missile).

Dado que estos misiles son de largo rango, al contar con ellos un submarino nuclear puede permanecer sumergido en la mitad del mar, sin ser detectado, y en pocos minutos lanzar una devastadora ráfaga de bombas termonucleares en contra de algún país. Los submarinos nucleares dotados con SLBM son las armas retaliatorias por excelencia: una vez un país ha sido destruido, sus submarinos nucleares pueden «vengarse».

En la década de 1960, los soviéticos comenzaron a desarrollar sistemas ABM (Anti-Ballistic Missile), diseñados para derribar misiles balísticos en vuelo. En un comienzo los sistemas ABM fueron vistos como algo «bueno»; se trataba de sistemas defensivos. Las fuerzas armadas de Estados Unidos, que estaban rezagadas en el diseño de este tipo de armas, respondieron con los sistemas MIRV (Multiple Independently-targetable Reentry Vehicles): múltiples vehículos de reingreso, cada uno de ellos con un blanco independiente. Es decir, dotar a un ICBM con un racimo de cabezas nucleares, cada una de ellas programada para atacar un blanco diferente.

Una vez el ICBM alcanza su altura máxima, libera diez o más bombas termonucleares. ¡El sistema ABM del enemigo tiene que ser muy bueno para derribarlas a todas! El siguiente paso obvio era dotar a los SLBM de los submarinos nucleares con sistemas MIRV. Por tanto, lo único que lograron los sistemas ABM, en ese entonces, fue acelerar la carrera armamentista, al punto que tuvieron que prohibirse en el Tratado ABM que firmaron Estados Unidos y la Unión Soviética en 1972; un tratado que ya no está vigente.

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Para hacernos a una idea de la dimensión de los arsenales nucleares, veamos un ejemplo. Los submarinos nucleares estadounidenses de la clase Ohio transportan 24 SLBM Trident II, equipados con sistemas MIRV de 14 cabezas nucleares. Es decir, que uno de estos submarinos pueden lanzar hasta 336 bombas termonucleares de 90 kilotones. Actualmente se encuentran en servicio catorce de ellos.

Los submarinos rusos de la clase Borei transportan 16 SLBM Bulava, equipados con sistemas MIRV de 10 cabezas nucleares. Es decir, que uno de estos submarinos puede lanzar hasta 160 bombas termonucleares de 100 kilotones. Actualmente, se encuentran en servicio cinco de ellos. China, Francia, Reino Unido e India también cuentan con submarinos nucleares dotados con SLBM y MIRV. Cada uno de estos submarinos puede, él solo, «asesinar a una nación en una tarde de domingo», como diría un general estadounidense.

Estados Unidos y Rusia han organizado su arsenal estratégico como una Tríada Nuclear: centenares de ICBM en tierra, submarinos dotados con SLBM en el mar y decenas de bombarderos estratégicos en el aire. Además, están varios tipos de misiles de rango intermedio, misiles crucero y armas tácticas. A esto hay que sumar los arsenales de otras potencias nucleares, en especial los de China, Francia y Reino Unido.

Tratados de desarme

Desde un comienzo, Estados Unidos y la Unión Soviética se trenzaron en una absurda carrera armamentista, pero, al mismo tiempo, sus mandatarios se dieron cuenta de lo demencial de esta situación, y quisieron hacer algo al respecto. Se debatieron entre amenazarse de muerte con armas nucleares, cada vez más numerosas y poderosas, o buscar acuerdos para reducir e, incluso, para prohibir estas armas.

En 1962, en forma secreta, la Unión Soviética comenzó a instalar misiles de rango medio en Cuba, además de todo un arsenal de armas nucleares tácticas. Cuando los servicios de inteligencia de Estados Unidos lo descubrieron, se desató una crisis entre las dos superpotencias, que estuvo a punto de llevar a una conflagración nuclear a finales de octubre de ese año: la crisis de los misiles en Cuba.

Esta situación convenció a los mandatarios de la Unión Soviética y de Estados Unidos, Nikita Kruschev y John F. Kennedy, respectivamente, de buscar acercamientos diplomáticos entre las dos naciones. En agosto de 1963 se firmó el Tratado de prohibición parcial de ensayos nucleares (Limited Test-Ban Treaty), con el que se pusieron límites al número y tipo de pruebas nucleares que se podían realizar. El tratado no tenía un gran alcance, pero era un comienzo.

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En la década de 1970, durante el periodo de distensión en las relaciones entre la Unión Soviética y Occidente, conocido como Détente, se firmó el tratado SALT (Strategic Arms Limitation Treaty) para limitar el número y el poder de las armas nucleares estratégicas; también se firmó el tratado ABM (Anti-Ballistic Missile), para prohibir el uso de sistemas antimisil balístico.

El periodo de Détente terminó en forma abrupta en diciembre de 1979, cuando la Unión Soviética invadió Afganistán. A esto se sumó el hecho de que, desde hacía tres años, los soviéticos habían estado emplazando centenares de poderosos misiles IRBM SS-20 en Europa Oriental. La respuesta de Estados Unidos fue emplazar misiles IRBM Pershing II y misiles crucero Tomahawk en las bases de la OTAN en Europa Occidental.

Esta situación desembocó en una nueva crisis que, en el otoño de 1983, estuvo a punto de llevar a una conflagración nuclear: la crisis de los Euromisiles. Ante esta situación, a partir de 1985 los mandatarios de Estados Unidos y de la Unión Soviética, Ronald Regan y Mijaíl Gorbachov, respectivamente, buscaron nuevos acercamientos diplomáticos que, para 1987, llevaron a la firma del tratado INF (Intermediate-range Nuclear Forces in Europe). Con el tratado INF se prohibieron los misiles IRBM, MRBM y los misiles crucero con cabezas nucleares. Este tratado ya no está vigente.

En julio de 1991, Gorbachov y George H. W. Bush, el nuevo presidente de Estados Unidos, firmaron el tratado START (Strategic Arms Reduction Treaty) en el que se redujo, en forma significativa, el número de las armas nucleares estratégicas que cada país podía tener y se prohibieron los sistemas MIRV.

Como resultado de todos estos tratados, para comienzos de la década de 1990 el número de armas nucleares se redujo de unas 65,000 a unas 17,000. Parece bastante, pero, en realidad, en términos prácticos no hace mucha diferencia: el número de armas nucleares que existe actualmente es más que suficiente para causar un desastre global total. Más preocupante aún es cómo, a partir de 1996, de forma lenta, pero sistemática, muchos de estos tratados han sido abandonados.

 Las relaciones entre la OTAN y Rusia

Con la desaparición de la Unión Soviética, en diciembre de 1991, el gigantesco arsenal de esa nación quedó distribuido entre cuatro nuevos países: Rusia, Ucrania, Bielorrusia y Kazajistán. La caótica situación política de ese momento puso en riesgo la seguridad de más de 27.000 armas nucleares. Los mandatarios de Bielorrusia y de Kazajistán se apresuraron a declarar que no querían quedarse con las armas nucleares que estaban en su territorio y que estaban dispuestos a entregarlas a Rusia.

En Ucrania, el gobierno lo dudó un poco más, dada la difícil relación entre ese país y Rusia, pero al final optó por entregar esas armas. Este proceso se formalizó en mayo de 1992 en Lisboa, por medio del Protocolo de Lisboa, firmado por los gobernantes de los cuatro países involucrados. Para 1996, todas las armas nucleares ya estaban en poder de Rusia; la crisis del arsenal soviético había sido superada. 

La otra situación que generó tensiones entre las potencias occidentales y la Unión Soviética fue el proceso de reunificación de Alemania. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Alemania había quedado dividida en zonas de ocupación gobernadas por los Países Aliados.

Para 1949, estas zonas de ocupación llevaron a la formación de dos países: la República Federal Alemana (Alemania Occidental) y la República Democrática Alemana (Alemania Oriental). Alemania Occidental se convirtió en miembro de la OTAN en 1955, el mismo año en que se creó el Pacto de Varsovia, al cual perteneció Alemania Oriental. Después de la caída del Muro de Berlín, en noviembre de 1989, quedó claro que el único camino para Alemania era la reunificación.

Pero no iba a ser tan sencillo: en Alemania Occidental había más de un millón de soldados de la OTAN y en Alemania Oriental más de un millón de soldados del Pacto de Varsovia, en su mayoría tropas soviéticas. Lo más sensato era que las tropas soviéticas se retiraran, y la nueva Alemania fuese parte de la OTAN, incluidos los territorios orientales.

Pero, para los soviéticos, esto representaba un «avance» de la OTAN hacia el Este, algo que ellos percibían como una amenaza militar. El canciller de Alemania Occidental, Helmut Kohl, negoció con el Kremlin un paquete de ayuda económica a la Unión Soviética a cambio del visto bueno para la reunificación, y el gobierno de Estados Unidos, por medio del Secretario de Estado James Baker, le prometió a Gorbachov que la OTAN no volvería a avanzar una pulgada más hacia el Este. Pero no fue así.

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En julio de 1991, en Praga, se disolvió el Pacto de Varsovia. Los países de Europa Oriental, que durante más de cuarenta años habían vivido bajo la dominación de la Unión Soviética, querían alejarse al máximo de su esfera de influencia. Todos ellos querían hacer parte de la OTAN y de la Unión Europea. En diciembre de ese año desapareció la Unión Soviética, y Rusia surgió como su heredero natural. El presidente de Rusia, Boris Yeltsin, estaba muy interesado en colaborar estrechamente con Europa Occidental y con Estados Unidos a todo nivel, incluso a nivel militar, pero en Occidente no estaban tan convencidos de que eso fuese una buena idea.

En 1996, la OTAN adoptó la política de Puertas Abiertas, es decir, la política de aceptar a cualquier país que lo solicitara y que cumpliera con los requisitos y los estándares que la organización exigía; pero quedaba implícito que esta política no incluía a Rusia. En la reunión cumbre de la OTAN, celebrada en Madrid en 1997, se anunció que Polonia, Hungría y la República Checa serían aceptados como nuevos miembros. El ingreso de estos países a la OTAN se oficializó en la reunión cumbre de la organización, celebrada en Washington en 1999.

Cualquier promesa que se le hubiera hecho a Gorbachov de no avanzar más hacia el Este, quedó en el pasado. En Moscú, el presidente Yeltsin, muy enfermo, además de estar decepcionado por la política de la OTAN de continuar expandiéndose hacia el Este, decidió entregarle el poder a Vladimir Putin.

Putin, un ex-agente de la KGB (la policía secreta de la Unión Soviética), vio en la expansión de la OTAN una amenaza a la seguridad nacional de su país. Esta percepción se acentuó cuando, en diciembre de 2001, Estados Unidos anunció que se retiraba del tratado ABM. La justificación del presidente estadounidense George W. Bush para tomar esta decisión era la necesidad de proteger a su país, en el marco de su lucha contra el terrorismo.

Estados Unidos y la OTAN comenzaron a instalar sistemas antimisiles en Europa Oriental con el argumento de que esta medida iba a proteger a Europa de un posible ataque de misiles iraníes. En Moscú, Putin lo interpretó como un paso más que daba la OTAN para acorralar a su país, económica y militarmente. En marzo de 2004, en la reunión cumbre de la OTAN en Estambul, se hizo oficial el ingreso de Rumania, Bulgaria, Eslovenia, Eslovaquia, Estonia, Letonia y Lituania a la organización, lo cual no ayudó mucho a que Putin cambiara de opinión.

A partir de ese momento, las fuerzas armadas de Rusia iniciaron un ambicioso programa de modernización y de expansión, con especial énfasis en su arsenal nuclear. En abril de 2008, en la declaración final de la cumbre de la OTAN, en Bucarest, se mencionó que los próximos países en unirse a la organización serían Ucrania y Georgia. Si esto se hacía realidad, la OTAN llegaría hasta las fronteras de Rusia, además de «tomarse», casi por completo, las costas del Mar Negro y del Mar Báltico, las puertas de salida de Rusia hacia el mundo. En Moscú, Putin decidió entrar en acción.

En agosto de 2008, al aprovechar los conflictos en Osetia del Sur y Abjasia —dos regiones al interior de Georgia, que habían declarado su independencia tras la caída de la Unión Soviética—, el ejército ruso intervino y penetró en territorio georgiano. De esta forma, Putin envió un mensaje a la OTAN: Georgia es territorio vedado. En una acción similar, en 2014, tropas rusas ocuparon la península de Crimea, un territorio perteneciente a Ucrania. Al mismo tiempo, el Kremlin fomentó y patrocinó la insurrección de minorías étnicas rusas en Ucrania Oriental. En agosto de 2014 y en enero de 2015, el ejercito de Rusia penetró en territorio ucraniano: Ucrania también era un territorio vedado para la OTAN.

Las intervenciones militares en Georgia en 2008 y en Ucrania en 2014, marcaron el inicio de una nueva Guerra Fría, ahora entre la OTAN y Rusia. A partir de 2015, la OTAN comenzó a incrementar su presencia militar en Europa Oriental y a realizar múltiples ejercicios militares en la región. Por su parte, Rusia creó el Distrito Militar Occidental, una gigantesca unidad militar con sede en San Petersburgo. Una nueva carrera armamentista había iniciado.

En febrero de 2019, Estados Unidos se retiró del tratado INF. En marzo, Rusia también lo hizo. Los últimos vestigios de los tratados de desarme que se firmaron durante la Guerra Fría desaparecieron. Estados Unidos alegó que el emplazamiento de sistemas de misiles Iskander en el enclave militar de Kaliningrado, en el Báltico, y la entrada en servicio de los misiles Novator, constituían violaciones flagrantes del tratado por parte de Rusia. Desde Kaliningrado los misiles Iskander y Novator podían atacar bases de la OTAN en Polonia, Alemania y Dinamarca.

Por su parte, Rusia alegó que la instalación de sistemas ABM Aegis Ashore en bases de la OTAN en Rumania y en Polonia, también constituía una violación del tratado, ya que estos sistemas incluyen plataformas de lanzamiento Mark 41 VLS, desde las que se pueden lanzar misiles crucero Tomahawk, con capacidad para transportar cabezas nucleares.

Sin las limitaciones de los tratados ABM e INF, ahora Estados Unidos y Rusia tienen luz verde para desarrollar poderosos misiles IRBM. China, que nunca hizo parte del tratado INF, durante los últimos años ha acumulado un importante arsenal de misiles IRBM DF-26.

La instalación de sistemas ABM Aegis Ashore y de sistemas de misiles Iskander, sumados a nuevos misiles IRBM y misiles crucero, están llevando a Europa de vuelta al otoño de 1983.

Hoy en día, las armas están ahí y el conflicto también: la guerra en Ucrania. ¿Hacia dónde vamos? Ni idea. Pero hay algo que ha quedado claro: el sueño de un mundo sin armas nucleares nuevamente se ha desvanecido. Las oportunidades para alcanzar este sueño, que se nos presentaron al final de la Guerra Fría, las dejamos escapar.

JUAN CARLOS SANABRIA

Profesor del Departamento de Física, Universidad de los Andes